Dibujaba un campo de flores tono grisáceo. El tiempo parecía que no iba con ella, ni con su manera de entender el mundo. De vez en cuando, dirigía su mirada hacia vete-tú-a-saber-dónde para encontrar no-se-qué-cosa. Y era entonces cuando sonreía.
Su destino pasaba por allí, por esos trazos a lápiz poco depurados y el capuchino mal preparado por la primeriza de la cafetería. Un trazo, un sorbo, mirada al infinito... y vuelta a empezar. Era predecible pero no cansaba verla hacer aquello. Era un espectáculo digno de los mejores y más caros asientos en primera fila.
Su pelo chocaba con un ambiente bohemio; era dorado, color divinidad, y lo reunía una fina cinta burdeos que dejaba bien claro que lo mejor estaba por llegar.
Vestía a su manera, pero siempre guardando las formas de una dama de las que no quedan. Quizá un vestido... mañana, un jersey a rayas... Hoy, callaba los murmullos con una camisa.
Empapaba su mesa de inmortalidad, y eso, caballeros, no es fácil. Contar los motivos, elementos, azares y elocuentes aunque predecibles buscones (o mi mirada puntual de todos los miércoles), deriva en el fin de la historia, en que ella coge sus bártulos, se levanta y nos abandona para siempre. Pero no. Aquel es su sitio. Su sino.
Estas citas diminutas y sin sentido deben valer para algo. No lo hago porque sí. Si se ha producido en un sentido, ¿por qué no en el contrario? Contar los motivos, elementos, azare... Bueno, eso. Mi mesa no posee vida propia. Tampoco paro el tiempo.
Pido un café solo, dejo el abrigo en la silla vacía a mi lado y me siento a esperar y a observar, sin llamar la atención. Un día, en una de sus miradas furtivas en busca de esa musa, clavará sus pupilas en las mías.