Hoy, mientras soñaba, me he visto sumido en un precipicio, el cual no tenía ni fin ni principio.
En ese estado, sin embargo, no me sentí con miedo o incertidumbre. Seguro y decidido, aguanté, paciente, qué era lo que tenía que decirme la tierra.
Vi a un niño, bastante asustado. Me miró, sonrió y el pavor desapareció de su alma. Sin embargo, sentí su autodesconfianza, muy intensa dada su edad. Tampoco vi su decisión ante la vida, ni ese brillo en los ojos que todos tienen al sentirse querido. Ese chaval salió corriendo mientras dejaba de reir.
Luego vi a otro muchacho, más experimentado que el anterior, pero con los mismos síntomas. Sólo había una diferencia en esto: noté que su alma estaba falta de comprensión, de una mano que estrechar y acariciar, con heridas parecidas a las que él, todos los días, malcuraba con altas dosis de tiempo perdido. De repente, la mirada del chico cambió su rumbo y se clavaron en una nueva silueta, que no conseguí determinar, salvo que pertenecía a una mujer. El muchacho la siguió, hasta abandonar mi campo de visión.
Tardé mucho en ver algo después de aquello. Vi al chico de nuevo; esta vez estaba llorando. Le pregunté '¿Qué te pasa?', y él me gritó '¡El pasado me ha abandonado!'. Lloré con él bastante tiempo y, luego, concluí: 'El pasado, pasado es...'. Le estreché la mano y se fue, pensando en lo que le había dicho.
Ese chico sería el que, en un futuro, tendría este sueño. Y, aunque ese chaval sigue lamentándose de lo que pudo ser y no fue, luego tuvo más encuentros con un joven de veinticinco años, un hombre y su media naranja, un dosmileurista, una pequeña niña escondida detrás de su padre...
El pasado es nuestro lastre y nuestra condena. Si no sabemos lidiar con él, el futuro ni se dignará a mirarnos.
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