Divina Justicia, tú que juegas con las alas de los molinos, con la infinitud de la conciencia, los poros del amor y la juventud perdida; tú que desafías a las más justas cruzadas y decapitas, sin vacilar, los secretos más profundos de la cordura. Los paisajes que dibujas, en el oscuro abismo del ojo humano, abruma a los pájaros, surcando las olas espumosas que forman tu cabello, rojizo de pura maldad y arte. No te atreves, pues, al fin. Zanjar con la Muerte el trato que, con mesura, piden revoloteando los ecos bordados del tiempo, hechos oro y mimbre. Ofrendas eternas de un anunciado caos, entropía consecuencia de esas aspas, esos insectos, esas alas. Deja la niñez, la inocencia y vuelve conmigo, Justicia, convierte tu curiosidad en mi vida. Llévame de la mano a conocer tus entrañas, a empaparme de ese don que marca tu vaivén de caderas. A perder los estribos y partirme en dos, vertiendo mi sabiduría en tu ombligo. A escuchar tus latidos, al son de los sonidos de la guerra y de la soledad. A exprimirte y beberte... y curarme de los arañazos de tu némesis. A perderme por esas cuevas tan sensuales, completadas por el equilibrio del bien y el mal. A ver las luciérnagas, sí, esas luces que hasta en lo más profundo de la nocturnidad guía a los hombres caídos y apenados por tu falta de sensibilidad. Esos soldados a los que la Esperanza ha pisoteado y que, moribundos, te buscan, te desean en su sino y te incluyen en tus plegarias. Permíteme verte. Deja paso a la invertida realidad.
Déjame entrar.
Déjame soñar.
Déjame.
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