viernes, 12 de julio de 2013

No creo en los milagros

Cuando ella me dirige la mirada, yo ya he podido entrar por la puerta abierta y encender un cigarrillo para pasar el mal trago. Me refiero a estos segundos estáticos, eternos, mortales y sin sentido, pero con mucha carga filosófica, si quieren llamarlo así, por no ser descortés. Yo suelo hacer lo mismo, y ella parece conocer a la perfección que es su debilidad, y yo lo sé. Y esto ella... lo sabe.
Por supuesto, la situación se vuelve insostenible, los dos conocemos los hechos, y el futuro si nos ponemos, porque ella confía en el presente y yo huyo del pasado. ¿Cuál es el problema?

Avanza y yo doy un paso atrás, mientras la señora del bloque de enfrente apaga la luz para dormirse y poder llegar a tiempo al día siguiente al primer puesto de la cola de la frutería de esta misma calle.
La persona del piso de arriba, conociendo la rutina de todos los jueves noche, se levanta y se pone sus zapatillas para salir y bajar y llamar a golpes a la puerta de ella para pedir que bajemos el volumen. 
La luz en ese momento se va, como todas las noches desde que ella dejó de pagar a la compañía, la cual ha dado un ultimátum hasta el martes.

Todo parece ser un vals diabólico, en el que todos bailamos y el foco sólo alumbra a ella, que, como ya he dicho, destroza el parqué con paso firme.

¿Miedo? No, no, no... ni mucho menos. El miedo surge ante lo desconocido e inexplorado, no es mi caso. Quizá tenga miedo la señora de enfrente, por si no consigue estar la primera en la cola, o el de arriba por si no puede dormir esta noche. Incluso puede tenerlo ella, por llegar a ser una víctima más del sueño americano, yo que sé. Pero yo no, porque no me existe la duda. Es algo que te regala la rutina: poder cruzar la calle sin mirar a los lados.

Sí, todos tenemos esa idea televisiva enfocada a mantenernos activos, pletóricos y cambiantes en cuerpo y espíritu. Yo le cojo el gusto a ese poso que se forma cuando la mente engorda. Tiene un sabor amargo, pero eso también es cerveza. Creo que me seguís.

Nunca hablo; soy un caballero. Ella tampoco, porque no nos conviene. El juego empezó hace tanto que sería descabellado incluir a otro curioso con ganas de ganar, porque ganaría. Ninguno queremos la victoria. Saboreamos el empate como un buen vino y encajamos la derrota con un lastimero 'la semana que viene a la misma hora'. Nada cambia y todo vuelve a reproducirse una y otra vez, una y otra vez...

Y esta noche no será esa noche que planeemos un viaje a París. Tampoco será aquella en la que me parta la cara, ni en la que yo me paro delante del portal y me destruyo pensando en dónde quedó aquel muchacho de 18 años lleno de vitalidad y vacío de mundo, experiencia y amor. No será esa noche en la que muero y vuelvo a nacer, porque para ello necesito un milagro. 

Y los milagros no existen.

Así que sí: aquí estoy, esperando con el pitillo en los labios a que ella se acerque, me lo arranque, lo tire y les dé otro uso. Como siempre. 

1 comentario:

  1. Los milagros no existen, pero sí los cambios y la capacidad de autodecisión.

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