sábado, 12 de enero de 2013

Noventa grados

Detrás de cada luz, hay siempre un jodido interruptor que hace que tu corazón dé un vuelco, sepa por dónde se va y guíe a los demás que van en el convoy hacia esa dirección. 'Cuidado por donde pisáis', diría, mientras alguien, en lo alto de la cima del poder, se ríe, sin poder parar, pensando que, tarde o temprano, su súbdito hará un simple movimiento de dedo para extinguir la luz y mantener al corazón en la oscuridad... a la espera del propio juicio del Todopoderoso.

¿Quién tiene una linterna siempre encima hoy en día? Nadie, nadie en su puto sano juicio se espera vérselas con el demonio, cara a cara, queriéndote arrancar esa sonrisa de gilipollas de tu cara para dejarte en vergüenzas, destrozando el espejo donde te miras todas las mañanas y girando un poquito el felpudo dejando paso a la antinatural antisimetría. Porque todos jugamos al mismo juego, pero nadie nos dio dinero para apostar, así que nos quedamos mirando la partida, sentados, partiéndonos de risa y en constante tensión con cada jugada decisiva... pero sin dejarnos el pellejo. 

Se ha perdido. Es así. No somos capaces de pincharnos y salpicar de sangre nuestro impoluto expediente. ¿Por qué no seremos capaces de abandonar? 

Hay que aplaudir todas esas situaciones que nos sacan de nuestras casillas, nos hacen saltar y caer en lo desconocido y excitante. El miedo es algo equiparable al sexo, pensadlo. Debería ser más ansiado que echar un polvo. Pero claro: queremos placer, algodón de azúcar y dinero de papá. No podemos soportar la idea de que nos duela la garganta, de perder a un ser querido o de caernos de la cama.

Somos débiles. Frágiles. Nos rompemos el dedo con el aire que desaloja el vuelo de una avispa, y mientras lloramos corriendo a que algún desgraciado nos sane, pensamos en qué mala suerte tenemos y qué hemos hecho nosotros para merecer aquello.

Somos pequeños. Ínfimos, y eso nos asusta. Así que nos apretujamos lo máximo que podemos, plantamos límites y murallas a nuestro mundo con la esperanza de que lo que no se sabe se quede ahí fuera, sin entrar ni llamar siquiera a la puerta.

Y, sin embargo, maldecimos ese libro que ya fue escrito hace mucho tiempo, cuando el mundo no era mundo, cuando el reloj de arena todavía no había sido volcado, iniciado; cuando las cosas no eran tangibles y visibles. Cuando nada ni nadie podía, aún, pensar que todo esto sería como se ha concebido. Nada ni nadie ha controlado lo que ha sucedido, ni se podrá controlar lo que sucederá. Porque eso es lo bonito de la vida: las esquinas. 

Y, siendo sinceros, los que más saben viven en esos ángulos muertos, ansiosos de lo que pasará para sorprenderse, vivir para conocer, dando pasos de guerra, pidiendo más y más y más. Con los trastos en la chepa dibujando recuerdos con la mirada. Respetando al escritor que hace tiempo murió y que creó la mejor novela de todos los tiempos y universos conocidos. 

Nunca subestimando al destino... porque saben que, algún día, no muy lejano, tendrán que arrodillarse ante él.

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